La última novela hasta la fecha de Michel Houellebecq es un producto menor, apto para ser consumido en viajes o en estaciones de tren. Todos sus ingredientes típicos, verdaderos lugares comunes de su producción literaria, están presentes en La posibilidad de una isla: protagonista masculino desengañado y cínico, obsesionado por el erotismo, objetualización sin ambages del cuerpo femenino, numerosas escenas de sexo explícito, tesis sobre la sociedad con ligeros componentes científicos, comentarios políticos que rozan un rancio derechismo... Ya en Plataforma y, sobre todo, en Las partículas elementales, Houellebecq acostumbró a su público a esos elementos sin que este llegara a cansarse; ahora, sin embargo, considero que esta Posibilidad de una isla es un subproducto de la factoría Houellebecq.
Dos relatos en paralelo: el de Daniel 1 y el de Daniel 24; el primero es el típico personaje houellebecquiano, habitante de una gran ciudad, que narra sus vicisitudes principalmente amorosas: su larga relación con la periodista Isabelle y su tórrido romance otoñal con la jovencita Esther dan sentido a una existencia vacía y sin orientación bien definida. Conseguido el éxito profesional, Daniel termina yéndose a vivir a una casa aislada en medio del PN del Cabo de Gata. Isabelle abandona el hogar común sintiéndose demasiado mayor para el gusto de su amante; es entonces que aparece Esther, desinhibida madrileña que protagoniza los mejores momentos de felicidad del protagonista. Pero Esther se va a continuar sus estudios a Nueva York, dejando convencido a Daniel de que su relación está terminada –lo que le sume en una desesperación definitiva.
El relato de Daniel 24 parece ser el comentario a la lectura del manuscrito de Daniel 1, 24 generaciones más tarde y en pleno imperio de los neo-humanos sobre un planeta devastado por explosiones nucleares y poderosas sequías. La secta de los Elohimitas, en la que ingresó Daniel 1, desarrolló un sistema altamente sofisticado de conservación del ADN y de los datos de la memoria de sus fieles; todos los descendientes son clones de sus antecedentes, guardando difusamente sus motivaciones y recuerdos. Sin embargo, y como consecuencia de la progresiva autonomía del ser humano para la reproducción de la especie, los neo-humanos viven en absoluta soledad, llegando a desconocer por completo la existencia del deseo físico –a no ser como una referencia, digamos, histórico-literaria.
Tras el término del relato de Daniel 1, y a título de epílogo-comentario, Daniel 24 toma las riendas de la narración; abandona su hogar para entrar en contacto con los hombres salvajes que todavía pululan por la geografía terrestre. Caminando días y días sin casi detenerse y sin apenas alimentarse –los neo-humanos han alcanzado un sistema de nutrición autotrófico, basado en el procesamiento de los rayos del sol y la ingesta de cápsulas de sales minerales–, el encuentro con los hombres es decepcionante: se comportan como bestias, sucios, animalizados, algunos de ellos con costras producidas por la radiación nuclear. La humanidad vuelve a su estado primitivo tras las hecatombes, al que ha llegado tras un período de gran avance tecnológico –que sería el que marcaría su fin. Los neo-humanos son, pues, una metáfora de la deshumanización completa a la que parece creer Houellebecq que está abocada la sociedad: carentes de toda humanidad básica, su vida se convierte en una mera y fría perpetuación, sin que la felicidad parezca habitarles.
En fin, relato de vocación cínica y casi apocalíptica, que hará las delicias de los fans acérrimos de Houellebecq –y que yo mismo he leído sin aburrirme, aunque haya visto en ella una novela de fácil digestión que no dejará mucha huella en mi memoria. Houellebecq, no obstante, en estado puro, que sigue escondiendo un corazoncito humanista tras una gruesa coraza de desapego por todo lo que no sea placer inmediato. Parafraseando al Stendhal de De l'amour, nada es bello si no resulta ser una promesa de deleite, parece decirnos el autor...
Dos relatos en paralelo: el de Daniel 1 y el de Daniel 24; el primero es el típico personaje houellebecquiano, habitante de una gran ciudad, que narra sus vicisitudes principalmente amorosas: su larga relación con la periodista Isabelle y su tórrido romance otoñal con la jovencita Esther dan sentido a una existencia vacía y sin orientación bien definida. Conseguido el éxito profesional, Daniel termina yéndose a vivir a una casa aislada en medio del PN del Cabo de Gata. Isabelle abandona el hogar común sintiéndose demasiado mayor para el gusto de su amante; es entonces que aparece Esther, desinhibida madrileña que protagoniza los mejores momentos de felicidad del protagonista. Pero Esther se va a continuar sus estudios a Nueva York, dejando convencido a Daniel de que su relación está terminada –lo que le sume en una desesperación definitiva.
El relato de Daniel 24 parece ser el comentario a la lectura del manuscrito de Daniel 1, 24 generaciones más tarde y en pleno imperio de los neo-humanos sobre un planeta devastado por explosiones nucleares y poderosas sequías. La secta de los Elohimitas, en la que ingresó Daniel 1, desarrolló un sistema altamente sofisticado de conservación del ADN y de los datos de la memoria de sus fieles; todos los descendientes son clones de sus antecedentes, guardando difusamente sus motivaciones y recuerdos. Sin embargo, y como consecuencia de la progresiva autonomía del ser humano para la reproducción de la especie, los neo-humanos viven en absoluta soledad, llegando a desconocer por completo la existencia del deseo físico –a no ser como una referencia, digamos, histórico-literaria.
Tras el término del relato de Daniel 1, y a título de epílogo-comentario, Daniel 24 toma las riendas de la narración; abandona su hogar para entrar en contacto con los hombres salvajes que todavía pululan por la geografía terrestre. Caminando días y días sin casi detenerse y sin apenas alimentarse –los neo-humanos han alcanzado un sistema de nutrición autotrófico, basado en el procesamiento de los rayos del sol y la ingesta de cápsulas de sales minerales–, el encuentro con los hombres es decepcionante: se comportan como bestias, sucios, animalizados, algunos de ellos con costras producidas por la radiación nuclear. La humanidad vuelve a su estado primitivo tras las hecatombes, al que ha llegado tras un período de gran avance tecnológico –que sería el que marcaría su fin. Los neo-humanos son, pues, una metáfora de la deshumanización completa a la que parece creer Houellebecq que está abocada la sociedad: carentes de toda humanidad básica, su vida se convierte en una mera y fría perpetuación, sin que la felicidad parezca habitarles.
En fin, relato de vocación cínica y casi apocalíptica, que hará las delicias de los fans acérrimos de Houellebecq –y que yo mismo he leído sin aburrirme, aunque haya visto en ella una novela de fácil digestión que no dejará mucha huella en mi memoria. Houellebecq, no obstante, en estado puro, que sigue escondiendo un corazoncito humanista tras una gruesa coraza de desapego por todo lo que no sea placer inmediato. Parafraseando al Stendhal de De l'amour, nada es bello si no resulta ser una promesa de deleite, parece decirnos el autor...
Si os interesa profundizar en mis opiniones sobre este autor, os invito a consultar el siguiente documento: http://curroblog.blogspot.com/2007/07/resea-sobre-houellebecq-un-humanista.html
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