RIBAS, José, Los 70 a Destajo. Ajoblanco y libertad, RBA, Barcelona, 2007, 590 págs.
Enorme libro de memorias, recuento de crónicas, diario en forma de relato, Los 70 a Destajo es una lectura estimulante, un frescor primaveral sobre la juventud de su autor, quien fuera director durante las dos épocas del Ajoblanco.
Una de las cosas que me han llamado más la atención de sus casi 600 páginas –que he devorado, sinceramente, a pesar de un estilo que no siempre me ha parecido atractivo– es que sus protagonistas tuvieran entre 20 y 27 años. A los 20 años, mis amigos y yo sólo pensábamos en juerguear y en pasarnos de rosca; ni se nos ocurrió pensar siquiera en desarrollar una sociedad mejor: estábamos tan despolitizados que la simple mención de cualquier ideología era merecedora de los mayores exabruptos. José Ribas y sus compañeros ajoblanqueros (especialmente Toni Puig y Fernando Mir) rechazaban el pasotismo que, de manera incipiente, empezaba a manifestarse tras la muerte de Franco en Barcelona y Madrid; lo rechazaban sobre todo por inútil, por ser muestra de un nihilismo inmovilizador que sólo servía a los altos intereses de quienes deseaban convertir a la juventud española en consumidores de los nuevos productos culturales, en adocenados transeúntes de la España del capital que la tan traída y tan alabada Transición terminó por construir.
Ajoblanco apostó por el anarquismo libertario y las nuevas tendencias en sexualidad, en ecologismo, en vida colectiva, en literatura. Sus redactores intentaron vivir su vida de acuerdo con lo que predicaban en esa revista pionera en el desértico panorama español del primer postfranquismo: un mundo sin hipocresías, en el que la sexualidad fuese vehículo de afectos, en el que el desarrollo se realizase bajo nuevos parámetros de respeto al medio ambiente, en un clima de igualdad social, de educación y formación. Las vanidades personales, las dificultades económicas (especialmente la bestial subida de precios del 77-78), el pasotismo y el nihilismo punk y el pactismo de las fuerzas progresistas truncaron un proyecto en el que esos jóvenes dieron sus mejores años.
Como curiosidades del libro cabe mencionar el gran cúmulo de nombres que más tarde serían célebres por una u otra cosa –especialmente dentro de la intelectualidad y la edición catalanas, lo que no hace sino atestiguar que el pastel del principado se lo han venido repartiendo desde hace siglos las mismas pocas familias barcelonesas de siempre, fueran estas libertarias o burguesas. Así, y a título de ejemplo, en el Ajoblanco colaboraron Luis Racionero (urbanista reputado, quien formó parte del núcleo duro), Fernando Savater (recomendado por Agustín García Calvo desde su exilio parisién), Karmele Marchante (feminista convencida y redactora libertaria, quién la ha visto y quién la ve), Nuria Amat, Soledad Gállego, Javier Losilla (a sueldo ahora de Aragón TV), Federico Jiménez Losantos (quien publicó su libro Lo que queda de España en la nueva editorial de la revista, p.571)... Así como colaboradores varios que en uno u otro momento estuvieron cerca del movimiento libertario: Moncho Alpuente, Ceesepé, Alberto García-Alix, Pau Riba (el primer hippy de Cataluña, dice Ribas), Jaume Sisa, Mario Gas...
Otra curiosidad es que, siendo anarquistas libertarios cuya patria era el mundo entero, comulgasen con parte del movimiento identitario catalán –lo que demuestra que en Cataluña ser nacionalista era casi una obligación para la gente de izquierdas, convencidos todos ellos de que había que sacar a la nación catalana de su marasmo. Así, y a propósito de la gran mnifestación de la Diada de 1977, escribe Ribas que la gente que fue "compartimos el sentimiento de pertenencia a un pueblo negado" (p. 518). Eso parece negar la idea tantas veces subrayada en el libro de que el catalanismo podía dar al traste con el proyecto de construcción de una sociedad diferente tras la muerte del dictador: "si los comunistas abrazaban el eurocomunismo y los nacionalistas diluían la lucha social mediante sentimientos territoriales e identitarios, y si ese conglomerado de fuerzas alcanzaba un pacto, el cambio social que soñaba la parte más libre del país se iría a pique" (p.249).
Y, ya por último, comentar me cabe el estilo grandilocuente e ingenuamente mesiánico, que a veces llama a la sonrisa perdonavidas o a la tierna comprensión, de algunos pasajes. Como muestra, un botón: Ribas solía escaparse a una cuevecita en la montaña de Montjuïc para reflexionar lejos de las luces de la ciudad; en una de esas noches, se enfrente a un diálogo con su conciencia: "la voz que tantas veces me ha hablado y que tanto ha hecho para no acomodarme jamás a nada que pudiera apartarme de una vida independiente y libre. 'Sé fuerte y aprende a vivir solo'. (…) Me sentía vulnerable, pero mi voz interior me empujaba a ser valiente, a aparcar mi origen y a luchar por un mundo nuevo sin hipocresía" (p.46). En fin, posiblemente se deba esto a copias demasiado literales y rápidas del texto adolescente del diario íntimo que el autor fue rellenando durante años, y que de seguro sirvieron de fuente de datos e inspiración para este libro.
Será interesante comparar estas crónicas con las recientemente publicadas por Federico Jiménez Losantos sobre la misma ciudad y la misma época. Contrasta, pero no soprende, el respeto con que Ribas habla del actual vocero de los obispos con el calificativo de 'mentiroso' que el turolense le aplica en su crónica. La lectura de ambas obras servirá, seguro, para una mejor comprensión de una época en la que crecimos los de la generación quien esto escribe.
Enorme libro de memorias, recuento de crónicas, diario en forma de relato, Los 70 a Destajo es una lectura estimulante, un frescor primaveral sobre la juventud de su autor, quien fuera director durante las dos épocas del Ajoblanco.
Una de las cosas que me han llamado más la atención de sus casi 600 páginas –que he devorado, sinceramente, a pesar de un estilo que no siempre me ha parecido atractivo– es que sus protagonistas tuvieran entre 20 y 27 años. A los 20 años, mis amigos y yo sólo pensábamos en juerguear y en pasarnos de rosca; ni se nos ocurrió pensar siquiera en desarrollar una sociedad mejor: estábamos tan despolitizados que la simple mención de cualquier ideología era merecedora de los mayores exabruptos. José Ribas y sus compañeros ajoblanqueros (especialmente Toni Puig y Fernando Mir) rechazaban el pasotismo que, de manera incipiente, empezaba a manifestarse tras la muerte de Franco en Barcelona y Madrid; lo rechazaban sobre todo por inútil, por ser muestra de un nihilismo inmovilizador que sólo servía a los altos intereses de quienes deseaban convertir a la juventud española en consumidores de los nuevos productos culturales, en adocenados transeúntes de la España del capital que la tan traída y tan alabada Transición terminó por construir.
Ajoblanco apostó por el anarquismo libertario y las nuevas tendencias en sexualidad, en ecologismo, en vida colectiva, en literatura. Sus redactores intentaron vivir su vida de acuerdo con lo que predicaban en esa revista pionera en el desértico panorama español del primer postfranquismo: un mundo sin hipocresías, en el que la sexualidad fuese vehículo de afectos, en el que el desarrollo se realizase bajo nuevos parámetros de respeto al medio ambiente, en un clima de igualdad social, de educación y formación. Las vanidades personales, las dificultades económicas (especialmente la bestial subida de precios del 77-78), el pasotismo y el nihilismo punk y el pactismo de las fuerzas progresistas truncaron un proyecto en el que esos jóvenes dieron sus mejores años.
Como curiosidades del libro cabe mencionar el gran cúmulo de nombres que más tarde serían célebres por una u otra cosa –especialmente dentro de la intelectualidad y la edición catalanas, lo que no hace sino atestiguar que el pastel del principado se lo han venido repartiendo desde hace siglos las mismas pocas familias barcelonesas de siempre, fueran estas libertarias o burguesas. Así, y a título de ejemplo, en el Ajoblanco colaboraron Luis Racionero (urbanista reputado, quien formó parte del núcleo duro), Fernando Savater (recomendado por Agustín García Calvo desde su exilio parisién), Karmele Marchante (feminista convencida y redactora libertaria, quién la ha visto y quién la ve), Nuria Amat, Soledad Gállego, Javier Losilla (a sueldo ahora de Aragón TV), Federico Jiménez Losantos (quien publicó su libro Lo que queda de España en la nueva editorial de la revista, p.571)... Así como colaboradores varios que en uno u otro momento estuvieron cerca del movimiento libertario: Moncho Alpuente, Ceesepé, Alberto García-Alix, Pau Riba (el primer hippy de Cataluña, dice Ribas), Jaume Sisa, Mario Gas...
Otra curiosidad es que, siendo anarquistas libertarios cuya patria era el mundo entero, comulgasen con parte del movimiento identitario catalán –lo que demuestra que en Cataluña ser nacionalista era casi una obligación para la gente de izquierdas, convencidos todos ellos de que había que sacar a la nación catalana de su marasmo. Así, y a propósito de la gran mnifestación de la Diada de 1977, escribe Ribas que la gente que fue "compartimos el sentimiento de pertenencia a un pueblo negado" (p. 518). Eso parece negar la idea tantas veces subrayada en el libro de que el catalanismo podía dar al traste con el proyecto de construcción de una sociedad diferente tras la muerte del dictador: "si los comunistas abrazaban el eurocomunismo y los nacionalistas diluían la lucha social mediante sentimientos territoriales e identitarios, y si ese conglomerado de fuerzas alcanzaba un pacto, el cambio social que soñaba la parte más libre del país se iría a pique" (p.249).
Y, ya por último, comentar me cabe el estilo grandilocuente e ingenuamente mesiánico, que a veces llama a la sonrisa perdonavidas o a la tierna comprensión, de algunos pasajes. Como muestra, un botón: Ribas solía escaparse a una cuevecita en la montaña de Montjuïc para reflexionar lejos de las luces de la ciudad; en una de esas noches, se enfrente a un diálogo con su conciencia: "la voz que tantas veces me ha hablado y que tanto ha hecho para no acomodarme jamás a nada que pudiera apartarme de una vida independiente y libre. 'Sé fuerte y aprende a vivir solo'. (…) Me sentía vulnerable, pero mi voz interior me empujaba a ser valiente, a aparcar mi origen y a luchar por un mundo nuevo sin hipocresía" (p.46). En fin, posiblemente se deba esto a copias demasiado literales y rápidas del texto adolescente del diario íntimo que el autor fue rellenando durante años, y que de seguro sirvieron de fuente de datos e inspiración para este libro.
Será interesante comparar estas crónicas con las recientemente publicadas por Federico Jiménez Losantos sobre la misma ciudad y la misma época. Contrasta, pero no soprende, el respeto con que Ribas habla del actual vocero de los obispos con el calificativo de 'mentiroso' que el turolense le aplica en su crónica. La lectura de ambas obras servirá, seguro, para una mejor comprensión de una época en la que crecimos los de la generación quien esto escribe.